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La casa de la curvaLuis Antonio García Bravo

Leyendas y relatos cortos

Pasaba y sigo pasando por un lugar donde hace muchos años existía una casa, la cual aunque deshabitada y abandonada, llamaba la atención pues su ubicación que de seguro en un principio fue en el camino hacia el pueblo, cuando pasó el tiempo se construyó una carretera y la casa quedó justo en la curva.

Yo cuando sigo pasando por la casa de la curva y son tantas las veces las que me he fijado en ella que se me ocurrió contar esta especie de leyenda, que como cualquier otra leyenda siempre estará entre lo que fue y lo que pudo ser.

La Casa de la Curva

Me llamaba la atención aquella casa en la curva, la que siempre conocí, abandonada y que con el paso del tiempo se iba deteriorando, a pesar de que aún conservaba las puertas, las ventanas, incluso una higuera, y también quedaban restos de lo que fue un pequeño arriate, donde seguro hubo sembrado algún jazmín, madreselva y claveles rojos.

Cuando pasaba a lo largo de todos aquellos años, por aquella casa de la curva, cada vez estaba más deteriorada la casa y poco a poco la iban desmantelando, le fueron quitando las puertas, las ventanas, las tejas, las rejas, los ladrillos toscos, etc. Y al final sólo ha quedado un derrumbe esquelético con un aspecto fantasmagórico.

Que en las crudas noches de invierno de truenos, lluvias y relámpagos, la casa, o lo que de ella queda, surge tras el sonar del trueno y el resplandor de los relámpagos, en la inmensa oscuridad como un lugar de terror, que pone los pelos de punta.

Lo cierto es que hace ya muchos años contaban los más viejos del lugar que fue una bonita casa de dos plantas donde en su planta baja, había un pequeño ventorrillo, donde además de servir buen vino y algún que otro guiso casero, se vendían comestibles, tabaco e incluso en las tardes noches, se escuchaba algún que otro toque de guitarra y algún que otro quejío de cante grande.
Aún quedan restos de aquel poyete, que a un costado de la casa servía para colocar una palangana, a la que se le echaba agua de un gran cántaro de barro, donde el viajero y los arrieros tras frotar su cara y axilas, con el taco de jabón de sosa, se colocaban una camisa limpiar que cogían de las alforjas y una vez colocada, entraba en el ventorrillo para echar un buen rato compartiendo media cacha de buen vino con los demás parroquianos.

Pero todo aquello quedó muy atrás y aunque los más viejos del lugar se acuerdan de la casa de la curva y su ventorrillo, nada queda ya en la actualidad, hay quienes dicen que en esas noches de verano cuando el olor a jazmín se confunde con el de la madreselva y que al mover la suave brisa sus hojas parece como sí se oyese en la lejanía algún toque de guitarra y algún que otro quejío de cante jondo que viene de la ruina de la casa de la curva.