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MuñecaLuis Antonio García Bravo
Abril 2016

Contaba aquella señora sentada junto al fuego de la chimenea, mientras atizaba la candela, rodeada de jóvenes que la escuchaban colocados en el suelo, no se sabe si un cuento, una historia o una leyenda; lo cierto es que comenzó su relato así:

No corrían tiempos buenos para los que aún seguían en la sierra tratando de luchar contra las injusticias de aquel régimen impuesto por la fuerza y que tantas muertes y desgracias trajo al país y al pueblo. Eran años de hambre, miedo y silencio.

El régimen por aquellos años se había afianzado como un todopoderoso y cada vez el cerco se iba cerrando más para aquellos hombres y mujeres que, tras aquellos tres largos años de guerra civil, se convirtieron en el último brazo armado de la República española.

La noche era cruda de invierno por las fechas de la navidad, y las pocas partidas de guerrilleros que aún merodeaban por los montes habían acampado en monte alto, a la espera de recibir instrucciones.

Antonio decidió bajar al pueblo; necesitaba saber de su amada esposa y de su pequeña, a quienes no veía desde hacía ya más de un año. No quiso Antonio escuchar los consejos de sus compañeros, quienes le advertían de que no era el momento de intentar bajar, ya que estaba todo muy vigilado y había un gran despliegue de fuerzas en toda la zona.

Hacía unos meses que Antonio le había encargado a Manuel, el guarda, que comprase una hermosa muñeca, para llevársela a su hijita. Aunque él no tenía creencia religiosa, no quería que cuando llegase el día de Reyes su pequeña no tuviera una de aquellas bonitas muñecas.

Bajó el guerrillero amparado por la oscuridad de la noche; era noche cerrada y llovía como nunca; el viento silbaba y, aunque calado hasta los huesos, seguía a duras penas abriéndose camino entre la maleza monte abajo, a la vez que pensaba para sí:

–En una noche como esta de perros los civiles estarán en el cuartelillo.

Y aunque siempre alerta y algo más confiado, sintiéndose más seguro, pensaba en ese momento en que pudiera besar y abrazar a su mujer y a su hija; incluso se imaginaba la carita de su pequeña cuando le diera la muñeca. Con esos pensamientos Antonio seguía y seguía andando entre la maleza del monte hacia la zona baja.

Pero antes de llegar al cortijo donde vivía el guarda Manuel, Antonio, escondido entre el matorral del monte, observó durante un rato la pequeña luz de la ventana; era la señal que habían acordado de que no habría peligro alguno y sería allí donde por fin cogería la muñeca para su hija.

Pasado un buen rato observando y convencido de que no había peligro, salió Antonio de su escondite y pegado como una lagartija al muro del cortijo, poco a poco y con la escopeta preparada, se iba acercando a la casa de Manuel y, aunque con suma precaución, pensaba que nada habría de pasarle y que no tenía nada de qué desconfiar, pues habían sido muchos los servicios que el guarda había prestado a los guerrilleros en aquella zona.

Cuando estuvo cerca de su objetivo, notó cómo su corazón latía muy acelerado, pues algo dentro de él le gritaba con insistencia “cuidado, cuidado”, y como si presagiara algún temor Antonio paró en seco. Agazapado, volvió a observar durante otro buen rato y nada anormal vio, aunque seguía teniendo el presentimiento de que debía volverse por donde había venido y huir de aquel lugar. Pasaron por su mente cuantos consejos le habían dado sus compañeros.

Y así, cuando se disponía a abandonar, volvió a pensar y a preguntarse: “¿pero quién en una noche como esta tendría ganas de salir?”. Y sin hacer caso a sus pensamientos y temores, se dirigió hacia la casa.

Estaba Antonio prácticamente en el umbral de la puerta del cortijo cuando una voz en la oscuridad sonó autoritaria:

–¡Alto a la Guardia Civil!

Tuvo el guerrillero el tiempo justo casi de girar con el arma preparada cuando un disparo acompañado de un destello luminoso sonó y al suelo herido de muerte el guerrillero cayó, aunque en la oscuridad siguieron sonando mas disparos, que acompañados de los fogonazos salían de todos los alrededores del cortijo.

Pronto, el guerrillero en el suelo abatido se dio cuenta de que herido de muerte estaba, aunque se volvió a incorporar; nuevos disparos sonaron y de nuevo al guerrillero alcanzaron, y de nuevo al suelo cayó para nunca más volverse a levantar.

Cuando aún con los últimos hilos de vida en el suelo el guerrillero yacía rodeado de guardias civiles, uno de éstos un farol acercó al herido. Volvió Antonio a abrir los ojos; cuando intentaba hablar, a pesar de que la sangre le ahogaba, hizo un último esfuerzo y cogiendo la manga del joven guardia le dijo apenas en un susurro ahogado por la sangre:

–Solo le pido, señor guardia, que a mi pequeña la muñeca le llevéis.

Y terminada la frase soltó la manga del joven guardia y expiró.

Tras el levantamiento del cadáver y demás requisitos, Antonio el guerrillero fue enterrado en el cementerio del pueblo, en el lugar dedicado a los no creyentes. Fue avisada su viuda para que se presentase en el cuartel de la Guardia Civil. Le dijeron el lugar en el que había sido enterrado su marido y le entregaron una cartera con unas fotografías de ella y de su pequeña hija. Corrió la mujer hacia el cementerio y paró en el camino, donde arrancó con sus manos unas flores silvestres. Cayó de rodillas ante la tumba de su marido y, sumida en llanto, depositó el pequeño ramillete de flores.

Desesperada, de rodillas y llorando estaba, cuando de pronto sintió una mano en su hombro. Cuando volvió la cara vio a un joven guardia civil, quien alargándole una caja le dijo:

–Señora, aquí le traigo el encargo que su marido antes de morir me dio; es la muñeca que para su hija compró y por la que la vida dio, vendido por la traición.

Quien esta historia contaba, cuando terminaba, se levantaba de su silla y cogiendo una muñeca muy antigua, la enseñaba y decía:

–Esta es la muñeca por la que mi padre murió.